Zeitschrift Debatten "Ein Gespräch mit ..."

Alejandro Agüero

Ein Gespräch mit ... Bartolomé Clavero

Entrevista conducida por Fernando Martínez y Alejandro Agüero en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México a la caída de la tarde del sábado 22 de septiembre de 2007 durante la larga espera de los vuelos de regreso a casa, uno a Madrid y el otro a Buenos Aires, tras participar en la impartición de unos seminarios en el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luís Mora por parte del grupo de investigación HICOES, Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España, al que ambos pertenecen y que Bartolomé Clavero, junto a Marta Lorente, dirige. La trascripción de la entrevista ha sido revisada y corregida por el entrevistado. Cabe advertir que los editores del forum historiae iuris no se responsabilizan por las opiniones expresadas en las entrevistas.

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Un acercamiento al perfil personal de Bartolomé Clavero. ¿Cómo llegó a la Historia del Derecho? ¿Qué maestros reconoce?

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Yo llego a la Historia del Derecho, por decirlo así, de purito rebote, por un relativo descarte, pues fue más bien una segunda opción. Quería hacer una doble licenciatura, de Derecho y de Filosofía, para dedicarme a la Filosofía del Derecho, pero concurrió la circunstancia, primero, de que Filosofía como especialidad solo podía estudiarse por entonces en Madrid, y cuando fui a informarme me encontré que en aquellos tiempos, hacia la segunda mitad de los años sesenta, todo el profesorado de nivel superior o poco menos era muy connotadamente fascista, con unos programas absolutamente fuera de la historia presente. Abandoné por ello la idea de hacer aquella especialidad de Filosofía. Y también concurrió la circunstancia de que el catedrático de Filosofía del Derecho en Sevilla, donde cursaba esta licenciatura (cada materia contaba por entonces con un solo catedrático), era un personaje bastante erudito, pero situado más a la derecha que el propio franquismo y además de pensamiento errático y comportamiento arbitrario. Diré su nombre, por qué no. Se llamaba Francisco Elías De Tejada. Ya falleció dejando el legado de una fundación con su propio nombre para la que es objeto de culto casi religioso por una secta de juristas de extrema derecha. Fueron en fin también razones de rechazo personal las que me alejaron definitivamente de la Filosofía del Derecho. En cambio, en Sevilla, el catedrático de Historia del Derecho, la segunda posibilidad que tomé en consideración, era una persona muy asequible, muy trabajadora, muy exigente y muy dispuesta a ayudar. Me acerqué a él y se mostró receptivo. Era el profesor José Martínez de Gijón, también ya fallecido, a quien sus discípulos recordamos con verdadero afecto. Así es como empecé a trabajar en Historia del Derecho. Second choice, best choice, como bien se dice.

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Si hablamos de maestros, también los hay adoptados. Con toda la suerte que tuve para iniciarme profesionalmente en la investigación histórico-jurídica con el profesor Martínez Gijón, mis maestros intelectuales en la especialidad, por así decirles, no los encontré sino algo más tarde y fuera de Sevilla. Y han sido dos a falta de uno. Buena parte de mi obra no se entiende bien si no es a partir de la confluencia de perspectivas entre sí distintas de ese par de maestros en la Historia del Derecho. Uno se llama Francisco Tomás y Valiente. Se llamaba. Fue vilmente asesinato por ETA cuando todavía tenía mucha vida y buenos proyectos por delante. El otro se llama Paolo Grossi, afortunadamente entre nosotros, y espero que por muchos años. Personalmente sigo guardando con él, con Paolo, una relación, digamos, en términos académicos e intelectuales, discipular. Los buenos magisterios son vitalicios. Si nos referimos a materia de tipo constitucional a la que vengo dedicando ya bastantes años, entré en ella de mano de Tomás y Valiente, no sólo literalmente, sino también teóricamente. Es decir, mi obra se le vincula de forma directa. Es un desarrollo que tiene dirección propia, no siempre concorde con la obra del maestro, pero a partir de lo que él nos enseñó y legó. Fue asesinado precisamente en el momento cuando reentraba, por decirlo así, en materia histórico-constitucional con un empeño y empuje que no había podido asumir durante sus años de Magistrado y luego Presidente del Tribunal Constitucional español. El volumen que, junto a Paolo Grossi, le dediqué, Tomás y Valiente: Una biografía intelectual, es, quiere ser, un homenaje por la vía del diálogo ya imposible con su muerte. Para todo lo que se refiere a orden jurídico europeo posmedieval y premoderno, quiero decir por entre los siglos XIII o XIV hasta el XVIII, el terreno por el que también se mueve buena parte de mi obra es en cambio el abierto por la de Paolo Grossi, con quien también entablé una relación discipular en término personales. Planteamientos sobre el ius commune que pudieran parecer alejados de la obra de Grossi, como el que efectúo en términos de antropología histórica, guardan un vínculo directo con su magisterio. Sólo tras concluir mi Mayorazgo, entre que lo concluí y lo publiqué recuerdo bien, leí su Locatio ad Longum Tempus. Fue la revelación que me dio el impulso para adentrarme por unos caminos así compartidos en los que se producen desde luego tanto acuerdos como desacuerdos. Así debe ser en una relación intelectual.

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Considerando el carácter prolífico de su obra, a uno le asalta la curiosidad. ¿Cómo es una jornada de trabajo en la vida de Bartolomé Clavero? ¿Tiene rutinas de trabajo, planifica su jornada, tiene horarios, o es algo más desordenado?

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Soy desordenado dentro de un orden. Nadie entiende cómo es que encuentro las cosas en el maremagno aparente de mi despacho. Ni yo mismo, la verdad, lo entiendo. Mis horarios en días laborales suelen variar mucho. Nadie pone en hora el reloj a mi paso. En la parte del año con clases, llego a la Facultad bastante temprano, normalmente alrededor de las ocho de la mañana. Siempre he procurado, aunque últimamente lo consigo menos, concentrar clases en una parte de la semana, estando más a mano del alumnado, y contar con otra parte de la semana para recluirme para la investigación. Digo que últimamente tengo más dificultades para este tipo de distribución pero siempre procuro contar como mínimo con un par de días libres de clases y tutorías para esa concentración. El desarrollo del trabajo resulta muy distinto en unos días y en otros. En el taller normalmente sólo llevo una investigación de cierta envergadura y a ella consagro los días libres de trabajo docente. Si saco adelante otras cosas al mismo tiempo, por eso que has dicho de ser prolífico, es aprovechando huecos de los días de clases. Pero no suelo compaginar más de un trabajo de cierta entidad y la distribución del horario depende mucho, como digo, de las obligaciones universitarias del día. Las mañanas en la Facultad son largas porque suelo permanecer hasta cerca de las tres. Por las tardes solamente vuelvo a la Facultad si tengo clase. Si no, permanezco en casa donde también cuento con material de trabajo, tanto de biblioteca personal como de conexión ahora con toda la información que se tiene en internet. Aún trabajo, tras una siesta de las de cabezada, entre unas tres y cinco horas. Leer es trabajar, entiendo. Tampoco todo es profesión en la vida. Últimamente dedico al menos un par de tardes de días laborables a la familia pues mi madre ya no puede salir de casa y además, sin haber tenido hijos, tengo ahora nietos. Comenzando por mi compañera de vida, Merche, mi tiempo es ahora más familiar o al menos tan familiar como laboral, conciliando. Seré así menos prolífico, con lo que todos me parece que salimos ganando. Tengo la sensación de haber ya publicado más de lo que debiera. Es hora de medirse y administrarse.

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Dejemos un momento a la persona y hablemos de la Historia del Derecho. En estos tiempos de reforma de los planes de estudio suele haber una pregunta recurrente: ¿Para qué Historia del Derecho? ¿Qué papel cumple y qué papel debería cumplir nuestra disciplina en la formación universitaria?

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(Sonrisa) Pues que el Derecho sea Derecho y no ilusionismo de entrada ni fraude de salida. Para esto pinta algo la presencia de la Historia en las Facultades de Derecho. El Derecho, quiero decir su inteligencia, su enseñanza y su puesta en práctica, sigue habitando y reproduciéndose en el seno de una cultura muy ahistórica, muy intemporal, muy ideológica, muy doctrinaria, y con todo esto muy irresponsable de cara a las propias consecuencias reales de su acción intelectual. Lo compruebo diariamente en la misma Facultad. Ya lo detecté más intuitivamente en mis tiempos de estudiante por cuanto incluso escuchaba de boca de los mejores profesores (a lo largo de la carrera no tuve ni una sola profesora, luego ahí no hay por qué añadir más género). Entonces, de joven, de estudiante, pensaba que la mejor manera de contrarrestar las tendencias doctrinarias, por no decir dogmáticas, podía ofrecerla la Filosofía misma, una filosofía de tipo más materialista que idealista. Hoy creo en la suerte de que no se me franqueara ese camino. Digamos que la Historia del Derecho es, puede ser, la mejor filosofía materialista del derecho incluso, o más aún, cuando trata de ideas. Puede abrir perspectivas respecto al presente, ubicándolo y relativizándolo frente a sus propias pretensiones, aquellas típicas del Derecho en plan ilusionista de método y fraudulento de resultado. Digamos que, al fin de cuentas, he sido historiador para ser filósofo, pero filósofo a la contra, y no porque lo que me interese sea en sí el pasado. Me ocupo de la Historia del Derecho con vistas al Derecho en la Historia, al derecho del presente y no de otros tiempos. Incluso la tesis doctoral, el Mayorazgo, ya la hice conscientemente con dicha perspectiva, aun de una forma un tanto primaria. Por eso pudo conducir a un debate en términos tanto políticos como históricos sobre la revolución burguesa en España (el asunto entró en liza por la significación que le otorgaba a la abolición del mayorazgo en la conformación de la sociedad española contemporánea) e incluso sobre la importancia de que hubiera habido o no tal revolución y de qué tipo en su caso para el dilema de las posibles salidas de la dictadura franquista que todavía padecíamos. A esto pudo alcanzar el debate de una tesis que era realmente de historia, no de derecho ni de política. Aquello, primario y todo, ya me confirmó en que había emprendido el camino de la mejor filosofía práctica, el de la historia no idealista o que no se hace ilusiones.

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Tal como lo anuncia en su artículo “Historia y Antropología…”, Bartolomé Clavero centra en la literatura jurídica el material primario con el que hacer Historia del Derecho. ¿Qué decir de la fuentes documentales, del trabajo de archivo, que en su obra ocupan un lugar relativamente menor?

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Con esto, con mi obra por delante, creo que es una buena cuestión. Porque una cosa que puede inmediatamente saltar a la vista es que no trabajo con documentación inédita salvo algunas calas muy contadas y limitadas. Y a menudo además buscando ampliar material de tipo bibliográfico más que otra cosa (manuscritos setechentescos de Acevedo, de Robles, de Sempere o de Campomanes; apuntes de clases salmantinas de un siglo antes, del XVII; versiones sueltas o nunca impresas del Dictum Beati atribuido a san Bernardo; una recopilación inédita de derecho colonial para Guinea..., cosas así). He trabajado en archivo estricto algo más, poco más, en una primera época, pero siempre efectivamente de forma subsidiaria respecto de otras fuentes. He suplido también el material jurídico documental por una fuente que puede estar en su origen y por tanto servir buenamente de sustitución. Me refiero a los formularios notariales o equivalentes, que usé a fondo en Mayorazgo y también aproveché en Antidora. De hecho, tras concluir el primero emprendí una investigación más específica sobre el formulario como fuente histórico-jurídica desde tiempos medievales con vistas a una publicación que nunca se produjo por una razón bien sencilla. Un indigno compañero, utilizando los buenos oficios de Martínez Gijón, sorprendiendo su buena fe, se hizo con mis materiales y, pésimamente elaborados, ni corto ni perezoso, los suscribió y publicó. Puede decirse también el nombre, por qué no. Se trata de Juan Antonio Alejandre, quien es hoy catedrático de Historia del Derecho en la Universidad Complutense, la primera de Madrid, junto a algún otro notorio plagiario y a un también conocido citador de archivos sin haberse molestado ni en pisarlos pues para eso están la imaginación, los catálogos y quienes en castellano identificamos como negros, con este horrendo epíteto de resabio esclavista. Bueno, pero nada de esto responde en absoluto a la pregunta. ¿Por qué no frecuento los archivos, esta base esencial del trabajo histórico?

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El hecho es cierto y patente, ¿cómo voy a negarlo? Desde mi primer libro, el Mayorazgo, me he centrado más, mucho más, en la doctrina jurídica, la de época se entiende. No lo he hecho despreciando otras fuentes ni históricas ni jurídicas, inclusive las de archivo, pero éstas en efecto las he utilizado muy subordinadamente sobre todo en comparación con lo que suele ser la práctica historiográfica más convencional. Luego, también hasta cierto punto, quiero decir con ciertas precauciones (y espero que no fuera para convertir la necesidad en virtud), teoricé el uso de las fuentes doctrinales históricas en la forma en la que acabas de recordar, como un medio de acceder a las antropologías distintas del derecho de épocas precedentes a la revolución burguesa, las anteriores al constitucionalismo digamos, las anteriores a lo que es el mundo jurídico en el que vivimos. Parece que ahí tenemos el acceso más expedito a una cultura dominante con capacidad de conformar a toda una sociedad, no siempre desde luego, sino allí precisamente, en la Europa de entre los siglos XIV a XVIII, donde hay un fuerte aparato de elucubración, de elaboración, de construcción doctrinal del derecho o, mejor dicho, jurisprudencial en su sentido más amplio. Parece una buena vía de reconstrucción de una antropología del pasado, también en el sentido que antes decía de abrir perspectivas de cara a un presente consecutivo. Durante aquella época cuando teorizaba esto del ius commune como antropología histórica, que era más o menos por los años ochenta y principios de los noventa, escribí el libro que creo puede ofrecer la prueba del valor que merezca dicho acercamiento más, por supuesto, que mis propias páginas más teorizadoras o metodológicas. Me refiero a Antidora, Grâce du Don en la traducción francesa, pues se negaron a titular con una expresión de lengua no patria. Lástima que al italiano el libro que luego se tradujo fuera uno previo que al final resulta como una especie de ensayo para Antidora. Me refiero a L’Usura. Sull’uso economico della religione nella storia. Ese mismo artículo al que os referís, Historia y Antropología, recordareis que está recogido también en libro, Tantas Personas como Estados, junto a otros trabajos más sustantivos pues ya intentaban aplicar la fórmula, como particularmente es el caso de Hispanus fiscus, persona ficta. Hablo de memoria, pero recuerdo todo aquel proceso entre Historia y Antropología y Antidora. La mayor parte de aquellos años estuve un tanto retirado del mundanal ruido, en mi primera cátedra que fue la de Historia del Derecho en la Facultad de Derecho de Jerez de la Frontera, aprovechando para trabajar a fondo y de seguido sobre el ius commune como la antropología europea de la edad altomoderna. Las ocasiones hay que aprovecharlas. A la Universidad de Sevilla vuelvo hacia finales de la década de los ochenta con el original de Antidora bajo el sobaco. En principio era un largo artículo. Fue Paolo Grossi quien tuvo la idea de proponerme convertirlo en libro.

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Pensaba entonces y pienso ahora que mirar el pasado de Europa con el distanciamiento propio de la antropología mediante el manejo de fuentes dotadas de una lógica o una racionalidad muy diversa a la nuestra, era un modo de lograr perspectivas no sólo ni principalmente hacia el pasado, sino también y sobre todo de presente y porvenir con vistas al horizonte necesario de la diversidad entre culturas en el seno de la humanidad, de abrir así camino hacia posibilidades de futuro no ancladas en las realidades de presente también para el caso de nuestra propia cultura jurídica, la cultura europea que se ha extendido por vía colonial con los ojos bien ciegos ante dicha misma pluralidad. Luego también he constatado que esto encierra sus limitaciones, en el sentido de que al fin y al cabo el pasado antropológico de Europa es Europa, y el futuro de Europa tiene que ser más que Europa, más que Europa ella misma si quiere dejar de imponerse al resto de la humanidad interna y externamente. No se aprecia realmente la diversidad de las culturas humanas, con el derecho comprendido, si no se sale resueltamente de Europa y del pasado de Europa sin abandonar Europa.

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En fin, me parece que he tenido razones para centrarme en doctrina jurídica a costa de la documentación de archivo. Hay un distanciamiento que no es desprecio en absoluto, aunque me tiente fuertemente decir que los libros que más han revolucionado las perspectivas de la historia y la práctica misma de la historiografía no se sustentan generalmente en investigaciones de archivo. No lo digo ni lo ilustro porque mi propia selección puede venir ya sesgada por mis intereses. Además tengo la experiencia del aprendizaje constante con la lectura de estudios centrados en archivos o que los aprovechan bien en todo caso. He ahí, sin ir más lejos, el ejemplo tuyo, el de Fernando Martínez, conduciendo esta entrevista junto a Alejandro Agüero (miro a la grabadora porque representa a quienes nos vayan a leer). Me refiero, Fernando, a tu libro sobre la justicia durante el primer constitucionalismo español. Seguro que no hay menosprecio ni mucho menos, pero sí un cierto distanciamiento dadas las herramientas que integran mi panoplia personal, pues falta el archivo. No se puede hacer todo y, aún menos, con todo. Toda investigación es ensayo. Y los ensayos suelen ser caprichos musicales. Para una cosa hace falta buena cabeza y para otra basta el buen oído y hasta la simple oreja.

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Seguimos con métodos de trabajo y quizás con impostaciones. En la obra de Bartolomé Clavero hay ciertamente una crítica hacia la precomprensión estatal a la hora de hacer Historia del Derecho. Pero no es menos cierto que todos tenemos nuestras propias precompresiones cuando nos acercamos a la Historia del Derecho. ¿Acaso elevar los derechos sin más adjetivo a fundamento de historia no se puede convertir en la precomprensión de Bartolomé Clavero cuando hace Historia del Derecho?

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No me reconozco del todo, ni de frente ni de perfil, en ese retrato, sobre todo por lo de “sin más adjetivo”. Mi obra sobre la posición de los derechos en la historia constitucional, la que va desde el libreto Los Derechos y los Jueces hasta el libro El Orden de los Poderes pasando especialmente por los trabajos recogidos en Razón de Estado, Razón de Individuo, Razón de Historia y en Happy Constitution, corre en buena parte paralela con la que vengo dedicando a lo que acabo de señalar, esto es a la necesidad de atender y afrontar como escenario de pasado, presente y futuro el de la multiplicidad humana de culturas, las de derechos como otras, en pie de igualdad entre ellas, sin más resabios del supremacismo que arrastramos por Europa desde tiempos coloniales. He dicho que corre paralela y he dicho mal. El propio contenido de El Orden de los Poderes testimonia, me parece, hasta qué punto se trata de cuestiones, la de los derechos y la de las culturas, tan interconexas en la historia y en el presente que su tratamiento conjunto, nada paralelo, no sólo abre, sino que enriquece sobre la marcha perspectivas. Esa es al menos la experiencia, justificada o no, que tengo como investigador. Su valor efectivo no soy yo quien tiene en última instancia que juzgarlo.

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En este punto, creo que neurálgico, me parece que arrastramos algunos malentendidos. Y cuando utilizo la primera persona del plural estoy pensando ante todo en nuestro grupo de investigación, HICOES, Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España (bueno, luego también, sobre la marcha, nos hemos extendido a América; la Constitución de Cádiz obliga). Si algo caracteriza a nuestro grupo, esto es una adopción de lo más resuelta de una visión jurisdiccionalista, no legalista, no sólo de los tiempos preconstitucionales europeos, sino también respecto al primer constitucionalismo español, el de dicha Constitución, la de Cádiz, que fue además bastante americana y algo incluso italiana. Puede haber un jurisdiccionalismo de religión y doctrina, como el del ius commune, y cabe otro de derechos constitucionales, que también se dio por latitudes anglosajonas. Fue igualmente el que asumió de entrada, aunque enseguida defraudara, la Constitución española de 1869, como bien ha comprobado nuestra compañera de grupo Carmen Serván en su libro Laboratorio Constitucional en España. El mejor ejemplo sobre el jurisdiccionalismo constitucional gaditano creo que lo han producido otros compañeros del grupo, Marta Lorente y Carlos Garriga, con su libro de título bien deliberado, el de Cádiz, 1812: La Constitución Jurisdiccional. El malentendido al que me refiero tiene que ver con el planteamiento jurisdiccionalista que a todos nos ha abierto los ojos y el camino, el que representa y desarrolla la obra de Paolo Grossi, el de un jurisdiccionalismo más apegado a la tradición del ius commune comprendida su dimensión religiosa. No es raro, incluso entre nosotros, que se defienda o se critique un jurisdiccionalismo y el otro, el de tradición histórica y el constitucional de nuevo cuño, como si fueran lo mismo. De derecho ni de derechos no creo que se pueda hablar “sin más adjetivo”. Los adjetivos son esenciales, sobre todo desde luego si se trata de cualificaciones constitucionales. Por mi parte estudio ambos jurisdiccionalismos y además aprecio el constitucional, pero sería más legalista que jurisdiccionalista de haber democracia con garantías, incluidas las judiciales con participación ciudadana también en la justicia. Lo que definitivamente no me entusiasma es ese remedo de jurisdiccionalismo constitucional del siglo XX que concentra el control de constitucionalidad en un organismo parajudicial y no representativo. Conviene siempre distinguir, esto es al fin y al cabo adjetivar.

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Y hablando de cosas fundamentales como los derechos, no lo es menos, me parece, el contexto de unas culturas en cuyo seno el funcionamiento efectivo del abordaje de las libertades en esos términos de derechos se muestra lejos de responder a las expectativas de raíz digamos que europea. Menuda frase, pero ya me cuido de no producir nuevos equívocos. A este respecto el motivo antropológico creo que puede seguir prestando ayuda. Por esto también, desde mi primer libro de apertura de horizontes menos o nada europeos, Derecho indígena y cultura constitucional en América, empecé a plantearme el reto de la autolocalización cultural, otro motivo metodológico de la buena antropología, de la más sensible ante la diversidad cultural. ¿O no fue entonces sino algo más tarde, en Genocidio y Justicia? ¿O quizás en cambio antes, en Beati Dictum? Lo que sí tengo claro es que luego, en estos últimos años, he venido insistiendo en dicha idea con escritos que andan en parte dispersos por revistas latinoamericanas o también en internet. Tendré que chequear todo esto. Uno no es el mejor biógrafo intelectual de sí mismo, con lo que, si mal cabe autobiografiarse, será difícil eso de autolocalizarse culturalmente, un paso más digamos que de conciencia.

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Me explico. Tal antropología sensible entiende que no se puede intentar acceder a la comprensión de culturas ajenas si previamente uno no se ha localizado respecto a sus propias condiciones y servidumbres culturales, respecto a sus propias posibilidades de salir de los prejuicios de su cultura o, como has dicho en tu pregunta, de las “preconcepciones” que se creen consistentes y hasta científicas frente a otras, las ajenas, que no lo serían. El modo de superar tales condicionamientos, que al fin y al cabo sería como saltar sobre la propia sombra, es ese idea de la autolocalización cultural que marque los límites del propio campo de visión. ¿Qué mejor ayuda entonces que la de mi propia investigación sobre la cultura europea del derecho tanto preconstitucional como constitucional? No digo en plural lo de cultura europea, siendo como es tan distinta la una de la otra, la constitucional de la preconstitucional, pues lo que interesa al propósito es precisamente el hilo rojo de la continuidad supremacista, antes en nombre de religión cristiana y luego de libertad constitucional. Porque la Historia del Derecho suela ignorarlo, no olvidemos que el constitucionalismo no es incompatible con el colonialismo. Más bien, históricamente, resulta todo lo contrario.

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La siguiente pregunta en gran medida ya está respondida pero no por ello dejaré de formularla. De Antidora o de Propiedad feudal hasta el Orden de los poderes, ¿hay alguna cesura o solución de continuidad, o entiende que estos libros obedecen a una misma trayectoria en el conjunto de su obra?

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Me parece que la pregunta está bien formulada incluso en lo que respecta a los libros concretos que se mencionan. Uno es Propiedad Feudal en Castilla, el subtítulo de Mayorazgo, el primero, que es del año 74, estoy hablando de memoria; el libro Antidora al que ya también me he referido, que es del 91, y El Orden de los Poderes, que es de este mismo año, de 2007. Mirando ya con cierta perspectiva lo que he hecho durante estas décadas (y casi con un sentimiento de que estoy a las puertas de una fase en la que me voy a repetir más que otra cosa: es muy difícil emprender a estas alturas da investigaciones de modo tan fresco y con el mismo aliento que antes), tengo yo mismo la sensación de que sólo he escrito tres libros en mi vida, los dichos: Mayorazgo, Antidora y El Orden de los Poderes. Y que el resto son como títulos con un valor biográfico, con valor para mí, pero no tanto para el resto (y pido perdón a las editoriales que todavía tengan almacenados libros en venta que no sean estos tres). Marcan además cada uno un modo diverso de ver las cosas. Mayorazgo es un libro muy encerrado en cultura europea; Antidora es un libro que acaba intentando abrirse a posibilidades de comprensión cultural del otro, en base a una investigación más deliberada, creo que mejor sostenida y desplegada que Mayorazgo, en cuanto a la utilización de la doctrina jurídica para reconstruir toda una antropología cultural en el terreno del derecho en el pasado. Y el libro último, El Orden de los Poderes, abiertamente intenta el planteamiento de una historia constitucional comparada más allá de lo constitucional, pues compara no sólo entre Estados, sino también entre Pueblos que cuentan con su propia cultura de alcance equivalente a la constitucional. Tal tipo de comparaciones y perspectivas operan en El Orden de los Poderes y no operaban en Antidora, y mucho menos en Mayorazgo. Hay también una concatenación. Siendo como son bien distintos, representan escalas que se comunican y sustentan entre sí. Si alguien desconociera mi obra y quisiera dedicarle un tiempo, no le recomendaría que comenzase directamente por El Orden de los Poderes para ascender luego, sino que comenzase por Mayorazgo, siguiese por Antidora para concluir con El Orden. Creo que al final, si puedo ofrecer algo, es esta trilogía. El resto ya digo que a estas alturas me parece más prescindible.

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Y creo que la idea que desde temprano mantuve con cierta constancia como base en negativo o a la contra para mi trabajo, la de que la Historia del Derecho anda muy lastrada, y no sólo digo Historia del Derecho en un sentido profesional de especialidad, sino también toda la Historia del Derecho que se hace por juristas, todo el retablo de historia que despliegan constitucionalistas y administrativistas, penalistas y procesalistas, civilistas y laboralistas... y demás especialistas del Derecho, concedamos que de ciencia jurídica, como vía de entrada entienden poco menos que obligada en el derecho actual, sólo acierta en una cosa, y esto es su necesidad, en la necesidad de la Historia para el Derecho, errando en todo el resto, en toda la historia que exponen. Esta historia de juristas ha contaminado profundamente a la misma historia de especialistas. Hay que conocer en serio el pasado, y el pasado como un país extraño, para adentrarnos a conciencia en el presente, y en el presente como el mundo no sólo nuestro, sino también de quienes no participan de nuestras necesidades culturales y pueden valerse con otros paradigmas. Por eso creo que El Orden de los Poderes enlaza con Mayorazgo y Antidora o hasta se sustenta en ellos. En fin, estoy volviendo a lo mismo.

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De libros propios a libros ajenos: ¿Qué obras tiene Clavero “sul tavolino”? ¿Qué libros de referencia no abandonan la mesa de trabajo de Bartolomé Clavero?

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Bueno, ahora, con las e-libraries o bibliotecas electrónicas y un cuerpo creciente de revistas en este soporte, están en pantalla más que sobre la mesa. Y depende mucho de lo que esté estudiando. A estas alturas ya no tengo vademécumes. Los tuve. Ya hice referencia a uno de ellos, la Locatio ad Longum Tempus, al que podría añadir Un Altro Modo di Possedere del mismo Grossi (impulsé su traducción, dejándola en otras manos, lo que al final resultó bastante desastroso). Y los que ahora tengo usualmente más a mano ya no es para inspiración positiva, sino al contrario, como reto negativo, “de referencia” en otra forma. Por ejemplo, un libro mío reciente que ha provocado nuevamente cierto debate más allá de la especialidad ha sido Genocidio y Justicia. Parte de la discusión me ha parecido un tanto chata y no me inspira mucho. Se refiere a la primera parte del libro que arranca del testimonio de la Destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas. Los comentarios a los que me refiero miran al dedo que señala, a la famosa figura de ese fraile, y no a la cosa señalada, al genocidio sufrido por los pueblos indígenas de América. Pero hay otra parte que sí me inspira, pues toca al fondo del asunto y a veces entrando así mismo, a fondo. Pienso por ejemplo en la extensa crítica que me dedica Alberto Moreiras en la revista American Literary History. Se interroga sobre cómo puede descolonizarse tras las evidencias del genocidio colonial en el caso español o en cualquier otro. Y entiende que mi acercamiento al asunto resulta peligrosamente neocolonial. Lo que me salta entonces a la vista es la laxitud como manejamos (vuelvo a incluirme en la primera personal del plural) la categoría jurídica de genocidio, por lo que me hago con la bibliografía más especializada, la de derecho más que de historia, y me la traigo al tavolino o mejor dicho, pues es así, a la pantalla del ordenador. Ahí tengo por ejemplo reservado en e.ebrary para acceso más rápido el libro de William Schabas sobre Genocide in Internacional Law, la monografía más concienzuda con el concepto más problemático por empeñadamente restrictivo de la tipificación del delito de genocidio en el derecho internacional en nombre además de los derechos humanos. Mi reacción no es entrar en el debate doctrinal, sino reconstruir la historia para poder ubicar, entender y superar una posición hoy tan representativa en este punto, y para más cosas que el genocidio, como la de Schabas. Por esto estoy ahora ocupado en esta historia del derecho penal internacional con libros a la vista que me son de referencia en el sentido susodicho de reto y no de inspiración. Ya digo que no tengo a estas alturas sobre la mesilla de noche o la mesa de día ninguna biblia o manual alguno.

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Haciendo alusión a algún aspecto mencionado en la ultima respuesta, le propongo un cambio de tercio y le pregunto ¿De cara al futuro se siente optimista o pesimista sobre el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas? Apelo ya a una faceta del Bartolomé Clavero comprometido políticamente.

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Comprometido políticamente, pero porque el asunto constituye una línea de investigación que abrí precisamente trabajando en América mediante conexiones más políticas que universitarias… lo cual creo que fue otro golpe de suerte en la vida. Recuerdo exactamente no sólo cómo sino también cuándo me metí de cabeza en el tema de los derechos indígenas. Fue a principios de enero de 1993. No puedo olvidarme porque había mantenido mis distancias con la cornucopia de la Expo del 92 en Sevilla. Me enorgullezco del logro de no haber aceptado ni una peseta de aquella feria. Y eso que más de una mano generosa intentó meterse en mi bolsillo. En enero del 93 ya acepto una invitación de Guatemala, de la parte americana, para un seminario sobre derechos indígenas en el que se me reservaba la misión de ofrecer fórmulas españolas y donde aprendí sobre la marcha, tras el primer fiasco, a cuidarme yo mismo de andar ofreciendo nada tras medio milenio de estafas. Entre ellas figura desde luego la del llamado Derecho Indiano, un derecho de creación europea, suplantando al derecho indígena, el derecho de quienes estaban y están en sus tierras, algo, todo esto último, despreciado y postergado por la academia, muy en particular por el Derecho y la Historia del Derecho. Emprendí entonces una línea de investigación comparada entre constitucionalismos americanos de cara a los derechos de los pueblos indígenas comprobando igualmente sobre la marcha que me rendía en mucha mayor medida el intercambio en foros más políticos que académicos o en exclusiva incluso lo primero cuando participaban representantes indígenas. Se puede decir que he venido así compaginando, pues no sustituyendo, el empeño académico con el compromiso político. Mirad el par de trabajos que aparecieron en los Quaderni Fiorentini y que luego se recogen en el libro de la Robbins Collection¸ Freedom’s Law and Indigenous Rights. Comienzan por algo tan histórico como el derecho colonial y constitucional, ambas cosas a un tiempo, del siglo XVIII y concluyen con la política del derecho de los derechos humanos de cara al nuevo milenio. E insisto en que se trata de conciliación, no de sustitución ni de alternancia. No digo con todo esto por supuesto que la academia sobre, aunque a veces lo que esté es ciertamente de más.

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Es también esa conciliación que ahora me empeña entre compromiso político y empeño académico en relación a los derechos de los pueblos indígenas, y no en exclusiva ni una cosa ni la otra, lo que entiendo que ha llevado recientemente al gobierno del presidente Zapatero a proponerme como miembro del Foro Permanente sobre Cuestiones Indígenas, órgano consultivo del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas. Es un momento clave para el asunto en el ámbito del derecho internacional porque la Asamblea General acaba de aprobar la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas que venía gestándose desde hace veinte años. Ingreso en dicho organismo ahora, con el año 2008, en el momento en el que se plantea el reto de activar fórmulas a través de las cuales los Estados se vean vinculados a algo que sólo es una declaración, esto es, a algo en principio privado de mecanismos propios de supervisión salvo el Foro mismo casi tan sólo. Mis perspectivas personales son las de seguir conciliando compromiso político y empeño académico. Ese cometido en Naciones Unidas es perfectamente compatible con la permanencia en la Universidad y pienso desde luego seguir desempeñando mi trabajo universitario tanto de docencia como de investigación. El mismo estudio en curso al que me he referido sobre el genocidio en el derecho internacional, estudio al fin y al cabo de Historia del Derecho, comprende por supuesto la cuestión de cómo y por qué se ha venido eludiendo la aplicación de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio al caso de los pueblos indígenas. En esto ando.

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A conciliar, la vida misma enseña, la familia con el trabajo, el trabajo más estrictamente académico con otro trabajo tampoco, en el fondo, tan distinto... Con lo que no hay que andar conciliando es con el derecho cuando afecta a derechos básicos, lo que es el supuesto de la inaplicación del derecho penal internacional a las políticas genocidas de gobiernos que se tienen por constitucionales o más en general el caso de los derechos indígenas individuales y colectivos, como pueblos y no sólo como comunidades (ahora ya, tras la Declaración de Naciones Unidas, puede esto decirse sin riesgo de ser desmentido sino por la inercia de ignorancia tanto constitucionalista como internacionalista, que es casi total entre nosotros en este punto). Si no afectase a extremos tan vitales, me divertiría la arrogancia de quienes siguen con la cantinela de “no se puede creer en derechos humanos colectivos porque serían anticonstitucionales”, etc. Yo ni creo ni dejo de hacerlo. Como tantas cosas, no es cuestión de creencias. Aunque la doctrina, por no decir el dogma, lo ignore, están ahí, incluso en nuestras manos como ciudadanía de un Estado con poderes, esto es, derechos colectivos, bien humanos la verdad si para lo que si sirven es para amparar nuestros derechos individuales. Hay quienes no cuentan con esta cobertura. Ignorarlo es ser, cuando menos, cómplice (estoy mirando de nuevo a la grabadora por aquello de que representa a quienes vayan a leernos). La fábula habla de nosotros porque habla de otras gentes.

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En este mismo sentido cabría preguntar cómo enfrenta la situación o cómo se siente cuando los principales beneficiarios del discurso sobre los derechos de los pueblos indígenas pueden no llegar a sentirse identificados con el mismo. Cuando aquéllos no se reconocen en el discurso que promueve la protección de su propia cultura…

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No, mi perspectiva no es esa… No es lo que contemplo. El tema no creo que sea o que deba ser el de la salvación de las culturas como si se tratasen de especimenes naturales. Media siempre la libertad humana y la libertad ante todo de quienes son titulares de los respectivos derechos. Ya he dicho que donde más aprendo es en talleres con representantes indígenas, quienes también se sientan por supuesto en el Foro Permanente de Naciones Unidas. De lo que se trata es de que todas las personas, todas las comunidades y todos los pueblos en pie por fin de igualdad tengan la posibilidad de conservar su cultura, de modificar su cultura, de recibir elementos que ellos y ellas entiendan valiosos de culturas ajenas y, si me apuras, hasta por supuesto de abandonar su cultura si lo hacen libremente y sin presión económica ni coacción política. El tema es que tengan el derecho para eso y que estén en condiciones de ejercicio de ese derecho, comenzando por la libre disponibilidad o la recuperación en su caso de territorio y de recursos. No es cuestión de que se reciba o deje de recibirse un discurso, pues lo tienen propio y porque lo último que hay que hacer es acudir ofreciendo ni discursos ni proyectos, de ayuda ni de cooperación, antes de conocer expectativas, prioridades y exigencias, para atenerse a ellas desde luego… Estoy diciendo que la vía inconveniente es la usual en agencias gubernamentales de desarrollo y organizaciones no gubernamentales de no se sabe muchas veces qué, no raras veces de religión como en tiempos coloniales de misiones. Todo depende de cómo nos comunicamos con las personas y accedemos a las cosas. Para mí ya he reconocido que fue personalmente una verdadera suerte las posibilidades que me han abierto puertas distintas a las académicas. Si uno se acerca a estos temas por estos cauces, los universitarios, sencillamente no accede, sino que entra en vía muerta. Es decir, que si uno va en cambio al territorio devastado mapuche, como por ejemplo he ido, de la mano de agentes locales que cuentan con la confianza de la parte indígena, y uno se sienta a comer lo que tienen y te ofrecen, y uno se dispone a charlar procurando sobre todo escuchar, y uno intercambia opiniones sobre posibilidades de defensa jurídica ante la jurisdicción interamericana en casos de aplicación de legislación antiterrorista a representantes comunitarios (no estoy hablando de tiempos de Pinochet, sino de Lagos y Bachelet)..., bueno, pues lo dicho, de entrada lo que sobra es una presencia universitaria, la que suele relacionarse por cauces académicos con congéneres europeos (en relación a la cual además, a ésta en concreto, no a toda la Universidad, tengo por lo que respecta a Chile una experiencia más bien pésima). Bueno, es sólo un ejemplo como podría poner otros respecto a Bolivia, a Perú, a Guatemala, a México o también a Arizona. En fin, por lo que interesa a derechos indígenas mi universidad con minúscula, donde he aprendido, ha estado fuera de la Universidad con mayúscula. Y va a seguir estándolo. No siempre se merecen las letras capitales. Refiriéndome a tu pregunta, así, con todo ello, ni siquiera cabe por suerte la tentación de forjarse un discurso salvífico que ir predicando por esos mundos.

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La siguiente pregunta puede parecer que vuelve a Historiografías jurídicas pero, en realidad, quizás tiene que ver con posicionamientos políticos ¿Quién cultiva una historia de sesgo antiestatalista no corre el riesgo de ser identificado con un nostálgico del Antiguo Régimen, con un tradicionalista? ¿Ha percibido Bartolomé Clavero en algún momento de su obra que pueda atribuírsele esta calificación? ¿Lo percibe en la Historiografía jurídica contemporánea?

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Bien. Veamos. Me parece que adelanté algún elemento de respuesta cuando me he referido a los equívocos y malentendidos en cuestión de jurisdiccionalismo, cuya posición resulta antiestatalista tan sólo si se presume que el Estado es ley y gobierno y no en cambio justicia. Digo esto para la fase constitucional, pero tu pregunta se refiere más específicamente a la anterior. A veces puede parecer en efecto que quien se ocupa de un jurisdiccionalismo que, como el del ius commune, excluye de raíz la posibilidad misma de existencia del Estado estuviera proponiendo esto último y no además en términos postconstitucionales o, digamos, ácratas que primasen libertad, sino en los históricos de primacía de religión cristiana y tradición romana. Es verdad que en ocasiones no se guardan las cautelas necesarias frente a ese riesgo de confusión, pero el equívoco suele deberse más a la clientela, quiero decir en concreto a tanta historiografía aficionada tan común en el campo del Derecho que por una parte retroproyecta de forma incontinente posiciones propias al pasado y de otra toma como posiciones de quien investiga las revelaciones de su investigación que no caben en sus entendederas, como esa del jurisdiccionalismo no estatalista, tal y como si todos anduviésemos incontinentemente proyectando convicciones personales y no hubiera así posibilidad de conocimiento de lo ajeno. En el terreno de la historia constitucional en España esto es todavía una verdadera plaga. Alguien que pasa por verdadero especialista de esta historia, la constitucional en España, criticaba recientemente a nuestro compañero de grupo de investigación José María Portillo por sus explicaciones de que la Constitución de Cádiz no era de carácter individualista, sino corporativista, con el argumento de que esto nos llevaría al absurdo de que los orígenes del liberalismo español fueran entonces, al no haber derechos del individuo estricto, totalitarios. ¿Qué inteligencia ni siquiera constitucional puede esperarse de quien efectúa y de quienes dan por buena esa crítica? Quiero decir que hay malentendidos que no pueden ni siquiera prevenirse porque son insanables, por no decir de fe dudosa. La mejor respuesta es esmerarse en la propia obra y no perder el tiempo con preocupaciones vanas, sino dedicarlo, cuando se tercia, a diálogos fructíferos. Respecto a diferencias entre jurisdiccionalismos, ya dialogué especialmente en el artículo La Paix et la Loi, con quien realmente merece el tiempo que toma el debate, Paolo Grossi, ¿quién si no? No pienso en cambio hacerlo con un civilista que recientemente dedica una monografía a fuentes del derecho construyéndose un fácil maniqueo con la refundición en una de las posiciones de Paolo y mías. Ya casi olvidé nombre y título, Tomás Rubio el primero; el segundo, con subtítulo inolvidable, La Doctrina de los Autores. De fuente jurídica primaria a la vulgarización e irrelevancia; aquí, en la papelera, es donde nos encontramos Paolo y yo desde luego.

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Tengo mis razones suplementarias o más bien primordiales para esta postura de despreocupación sobre riesgos de desentendimientos académicos cuando media la deshonestidad intelectual (en el caso último ni siquiera cabe el beneficio de la duda, quiero decir de la desinformación, pues el autor me solicitó referencias y separatas para la preparación del libro). Se significa uno más cargando las tintas y humillando a los fantasmas. A veces, en otras, se trata de posturas suntuarias incluso en el sentido de codiciosas por la rebatiña entre dineros sobre todo ahora que viene, entre 1808 y 1812, una cadena de celebraciones bien presupuestadas en España y en Latino América para la Historia y para el Derecho. Se viene entonces a pegar codazos para ponerse en cabeza de las filas pedigüeñas. Por unas razones o por otras, porque el orgullo individual también suele andar sin más, digamos que desinteresadamente, de por medio, personas recluidas en el mundo académico europeo y euroamericano acaban teniendo como ocupación primordial la descalificación que pueden tener fácil porque ni siquiera entienden las posiciones historiográficas realmente no interesadas ni se toman el esfuerzo. Y la descalificación más fácil es siempre esa: que quienes trabajamos de otro modo, reconstruyendo pasado, lo que andamos es con nostalgia de ordenes periclitados. Así categóricamente lo sentencia por ejemplo esa monografía civilista a la que acabo de referirme. ¿Hablamos de pluralidad de culturas por su relevancia para los derechos? Ahí está la respuesta ignorante: eso era lo propio del orden colonial; el constitucionalismo requiere otra cosa desde sus orígenes. Ahí sigue entonándose la cantinela de no creer en los derechos colectivos, etcétera. Como la ignorancia lo es también de toda cultura humana salvo, si acaso, la propia, lo mejor ya digo que es evitar diálogos de sordos. Abundan por ahí gentes dispuestas a diálogos honestos. Por mi parte hubo una época en que ejercía a conciencia la responsabilidad científica de debatir con quienes te debatían. Ahora aplico el beneficio de inventario no sólo por evitar deudas, sino también por medir posibilidades. Ahora soy más consciente. Sé que soy mortal y nada joven a estas alturas. Administro el tiempo porque ya me consta en carne propia que no lo tengo todo ni mucho menos a mi disposición graciosa.

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¿Cuál es la asignatura pendiente de la Historiografía jurídica hoy por hoy? ¿Qué temas le gustaría incluir a Bartolomé Clavero en una Historiografía jurídica de futuro?

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Sigo con lo mismo. Creo que necesita ciencia de la alteridad y la conciencia consiguiente. Comenzando por el Derecho Romano, hemos construido una Historia del Derecho que es europeo y ha sido colonial y lo hacemos como si fuera Historia del Derecho universal, lo cual no es ni siquiera postcolonialismo, sino neocolonialismo, colonialismo todavía sin más. Digamos que, frente a ello, la Historia del Derecho de lo que anda necesitada ante todo es de un giro ético antes que historiográfico ni jurídico, eso de lo que tanto se habla ahora para estudios literarios y estudios culturales, de lo que la historiografía no parece que quiera saber gran cosa y de lo que entre juristas no quiere saberse absolutamente nada, o de lo que todavía menos, pues aún cabe, se está dispuesto a asumir por quienes andan religiosamente predicando virtudes ciudadanas entre nosotros. Hasta novelistas tan sensatos como Antonio Muñoz Molina, ya no digo de filósofos en cambio tan osados como Fernando Savater, se muestran profundamente preocupados porque la pluralidad de culturas, un hecho constitutivo de la humanidad al fin y al cabo antes que derecho ninguno, suponga nada menos que el naufragio de la civilización, la hecatombe de nuestra cultura. Hacen bien en defenderla, pero mal en plantear la defensa en términos tamañamente supremacistas, esto es paleocoloniales.

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Hace poco precisamente, este mismo año, el foro de los jóvenes historiadores del derecho europeos, me confía el discurso de salutación y les hablo exactamente de eso, de que para labores como las nuestras y con el peso de la nuestra hace falta conciencia antes que ciencia, lo uno en sí mismo y para lo otro. Tenemos que hacernos cargo de la responsabilidad social que supone el legado negativo de un paradigma jurídico ciego ante la pluralidad de culturas humanas y la desigualdad entre ellas, una desigualdad en buena parte producida por el propio dominio de dicho mismo paradigma. La Historia del Derecho que tenemos responde todavía sustancialmente a dicho legado o es incluso un elemento decisivo en su mantenimiento y reproducción. Su propio escenario tiene que cambiar, haciéndose más conscientemente europeo caso de ocuparse de Europa y cobrando conciencia de la concurrencia de culturas caso de mirar hacia fuera o incluso de seguir recluida. ¿En qué Historia del Derecho por Europa ha entrado seriamente, en forma no estereotipada ni displicente, el derecho islámico o el derecho hebreo que han estado realmente vivos en la historia europea y no del todo aislados ni mucho menos? Si se tiene tiempo que perder, búsquesele inútilmente en el monumental Handbuch der Quellen und Literatur der neueren europäischen Privatrechtsgeschichte del Max-Planck-Institut, dirigido por Helmut Coing, o en el Europäisches Privatrecht exclusivo de este mismo (no tan exclusiva la edición en castellano pues aparece trufada por anotaciones del traductor, nuestro compañero Antonio Pérez Martín, a cuál más impertinente y desorientadora). En fin, la historiografía jurídica que legamos a la generación que nos sucede, a esa de jóvenes historiadores e historiadoras europeos, sigue de hecho respondiendo a una matriz y a un ensueño, por así seguir diciéndole, coloniales, esto, por lo que más conozco, tanto en América como en Europa. Hay no sólo temas, sino también vistas que añadir. Ojos que abrir.

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De Historiografía jurídica a Historiografías. Últimamente percibimos una recuperación de cierta historia institucional hecha por historiadores que no pertenecen a la disciplina o al cuerpo de historiadores del derecho. Y, sin embargo, advertimos cierta cesura entre éstas. ¿Comparte Bartolomé Clavero este diagnóstico?

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Sí, algo hay de eso. O mucho. Pensemos en el nombre oficial que en España tiene ahora nuestra área de conocimiento. Nosotros somos, nosotros pertenecemos, por decirlo así, a una materia que se llama oficialmente Historia del Derecho y de las Instituciones. Claro, por poco que reparemos, no tiene este desglose mucho sentido. La razón es bien sencilla. No cabe una Historia de las Instituciones si no es al tiempo Historia del Derecho. Mejor dicho, no debiera caber, pues haberla, hayla. Y cómo entre nosotros. El grupo hoy predominante en España en el seno de la Historia del Derecho, que es sin duda el que encabeza José Antonio Escudero, se caracteriza precisamente por hacer una historia de instituciones públicas sin sensibilidad ni atención para con el derecho, como si fueran tan sólo las prácticas las que conformasen un universo institucional, como si esto hubiera sido así históricamente y pudiera así reconstruírsele hoy cual en una campana de vacío de derecho. Esto también facilita la tarea de hacer historia pues evidentemente la simplifica mucho. Y algo tiene que ver lo que antes comentaba sobre el valor relativo de los archivos. Documentación archivística sin literatura doctrinal o jurisprudencial (la de la época por supuesto, no la actual que entonces se cuela de tapadillo con la idea del Estado y toda su parafernalia) lo que produce es una historia-ficción o al menos una historia que se desarrolla en escenarios ficticios capaces de desvirtuar cualquier evidencia por fuerte que sea, y una historia además al alcance de cualquiera que sepa moverse entre papeles, hacer que los demás los muevan o aparentar también que se mueven citando disimuladamente por catálogos. El contraste de las citas de archivo está menos a mano que las de tipo bibliográfico. Así se tiene curso. En fin, como novela, mala; como historia, peor. Y se pretende ser lo segundo, no lo primero.

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Se dan excepciones como en todo, pero por regla general la Historia de las Instituciones sin Historia del Derecho, la hagan juristas o no juristas, viene a ser, me parece, un sucedáneo, una pésima Historia del Derecho en suma. Una Historia de las Instituciones hecha en forma directa, a bote limpio, sin pasar por la criba, como ya también decía, de reconstruir antropologías históricas a través sobre todo de doctrina de época, lo que genera es ese escenario irreal donde todo puede confundirse y donde todo además se confunde en el plan anacrónico de poner a la cultura propia, a la perspectiva actual muchas veces también primaria y nada jurídica, por encima de las evidencias del pasado. Hablar de Historia del Derecho e Historia de las Instituciones es como si hubiera una historia del primero que sólo fuera sobre las fuentes jurídicas y otras cuestiones de entrada muy limitadamente jurídicas, y otra historia de reconstrucción y de análisis del funcionamiento de las instituciones como si ésta fuera pieza añadida y así disociable; como si la historia general, esa imposible entelequia, pudiera hacer historia de las instituciones sin pasar por el trámite de la historia del derecho. Historia general en serio no existe ni puede. Significativamente, en España, la mejor historia general de mi generación evolucionó hacia una historiografía especializadamente económica, bien que alguno de sus más conspicuos representantes nunca haya renunciado a manifestarse urbi et orbe como si dominase la historia general de la humanidad entera. ¿No se da sintomáticamente en la mala historia institucional, la ignorante de historia jurídica, esta inclinación a creerse más de lo que es, historia general más que historia especializada?

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Ya digo que hay en efecto una cierta historiografía del derecho, la dominante en realidad entre nosotros, que se ha acomodado tan ricamente en ese cuadro académico, concurriendo así con una historia general que hace historia de las instituciones comenzando por carecer ambas, también la especializada, de la más mínima noción incluso de lo que significan jurídicamente las palabras de la época en estudio, sobre todo si son iguales a las de hoy, tal y como si el lenguaje, y en primer lugar el jurídico, no tuviera historia. Giran alrededor de una proyección intuitiva y descontrolada de las preconcepciones que antes decíamos. Por igual les pasa a juristas que se meten a hacer historia, a la historiografía que se adentra por las instituciones y a la especialidad de Historia del Derecho que, por no responder a su nombre, confluye fácilmente a una y otra banda. Con tal nombre propio con mayúsculas, existir, lo que se dice existir, existe el gremio, ese que a unos como otros efectos, ninguno bueno, domina el grupo de Escudero. Lo apuntala entre nosotros el carácter funcionarial del profesorado y la condición troncal, obligatoria, de la materia, ni una cosa ni la otra también entiendo que nada buena. La historia del derecho, la que se merece realmente las minúsculas, es algo en cambio difuso, extremamente difuso entre Derecho, Historia e Historia del Derecho. Con una cooperación o, si se prefiere, confluencia que no tendría por qué ser tan perniciosa ni mucho menos, el resultado entre nosotros está a la vista para quien quiera mirarlo. Lo mismo que decía antes de las preocupaciones vanas, tampoco es que convenga fijarse mucho para no correr el riesgo de precipitarse en el profundo abismo de la melancolía más inoperante. Guardar distancias es siempre buen consejo. Y dedicarse a lo suyo. La Historia del Derecho o la hacemos o nos la hacen. O la hacemos bien quienes nos dedicamos en serio a esta materia o nos las hacen fatal entre juristas, gentes de historia y especialistas sin especialidad.

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Esta respuesta da pie para la siguiente pregunta. Sin ceñirse a las preocupaciones, quizás menores, de nuestra disciplina o de los saberes jurídicos, ¿cómo contempla la situación actual del sistema universitario español?

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No voy a hablar de todo el sistema universitario pues me basaría tan sólo en impresiones que son además pronunciadamente agridulces, prevaleciendo, me temo, la acritud o como demonios se diga el sustantivo de lo agrio. Pero tenemos cuestiones sobre las que mal caben las estadísticas, pudiendo entonces servir de algo las meras impresiones si responden realmente a la experiencia propia. Por ejemplo, ¿cómo se mide la evolución comparativa, en términos digamos que porcentuales, del crecimiento de las bolsas de ignorancia supina en buena parte solapada acá por el mundo universitario, no sólo esto además entre el alumnado sino también y ante todo entre el profesorado? La estadísticas ya comienzan a decir por ejemplo que en el sistema universitario español tenemos en uso franco, como mínimo, una segunda lengua europea, cuando la experiencia diaria lo que muestra es que la primera cede terreno, pero ante la incompetencia lingüística sin más, incluso entre el profesorado.

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En ámbitos como el nuestro, quiero decir el español, y con más solapamientos de por medio desde luego, tengo la impresión de que la Universidad se ha convertido en una pesada carga con un penoso lastre que no hay modo de echar por la borda, no al agua para que se ahogue, sino a la sociedad para que se valga por sí mismo y sirva para algo mejor. Ya digo que mis impresiones son agridulces y que hablo en estos términos impresionistas para lo que difícilmente cabe someter a medición. Es llamativo cómo, por sólo referirme al profesorado, un criadero y refugio de tanto parásito ignorante y pretencioso puede producir al mismo tiempo tanta ciencia, competencia y dignidad profesional (ahora todo ello, ambas cosas, en femenino como en masculino). Lo que suele apreciarse entre especialistas es lo segundo, pero ante la ciudadanía lo que más juega y así defrauda es lo primero, la incompetencia, sobre todo por cuanto toca política y culturalmente al Derecho. Pues no tienen esto tan a la vista, masco el escepticismo de colegas en Europa y América cuando les comento sobre el declive galopante de los estudios de Derecho en España si es que miramos a la totalidad del gremio, quiero decir del actual profesorado con la estabilidad garantizada por la condición mantenida de funcionariado público. Se suma a esto que quienes se gradúan en nuestras facultades tienen expedito el acceso a la abogacía en España. Resulta un fraude social a gran escala y además gravoso para el presupuesto público. Y la carga del peor profesorado, pues es funcionario, no se computa en el coste de la institución universitaria, como si fuera un haber sin debe. Pongamos punto. No me desboque. Voy a intentar ceñirme a la Historia del Derecho porque con ella ya no se trata tan sólo de meras impresiones. Sirva quizás como punta de iceberg que atestigüe la existencia de una masa sumergida y además poco visible, porque hasta el agua se contamina, oscurece y ensucia.

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¿Dónde estamos? Después de tantas reformas por lo general bienintencionadas como se han hecho del sistema universitario español desde el final del fascismo en la segunda mitad de los setenta respecto a la autonomía universitaria, al régimen corporativo, la acreditación para títulos o grados, la formación del profesorado, el acceso a plazas docentes,… todo lo que se ha hecho, por decirlo claramente, para que nos entendamos, no ha servido en bastantes casos, como el de la Historia del Derecho inclusive por supuesto el Derecho Romano, ni para acabar con la desvirtuación constante de esas buenas intenciones por verdaderas mafias que en nuestro caso proceden de época del fascismo (polvos de entonces, lodazales de ahora) y ello tanto a los efectos de manipular cargas de docencia con el exclusivo propósito de sostener dotaciones, y que le den a las necesidades del alumnado, como también a los de mantener el control del acceso a plazas docentes por intereses no siempre además universitarios de grupos literalmente, como ya digo, mafiosos, y que le den igualmente por saco a la competencia de personas más cualificadas. La prevaricación campa por sus respetos, completamente impune. Tantas reformas, re-reformas y re-re-reformas, a casi una por legislatura, no han servido ni para el saneamiento de esas dos dimensiones fundamentales del orden universitario, las de programación y acreditación de currículos para grados del alumnado y para empleos del profesorado. Así, en el caso de la Historia del Derecho y por responsabilidades que tienen desde luego nombre y apellido, el lastre ha crecido hasta límites insoportables si uno no se distancia y desentiende, lo que no puede hacerse desde luego completamente aunque solo fuera porque hay gente alrededor formándose. El asesinato de Tomás y Valiente fue fatal también porque quedara con ello el campo más libre para las peores prácticas. Aunque no estoy muy seguro de lo que pudiera haber hecho, me siento culpable por no haber sabido reaccionar en su momento. Si las cosas se pintan mal, no se lo atribuyo tan sólo a políticas más o menos mangoneables y desde luego que mangoneadas, sino también, con esto mismo y sus secuelas en campo poco menos que libre, a personas bien concretas, incluyéndome en lo que me toca y hasta salpica. Lo siento. De veras que lo siento, aunque maldita sea para lo que sirve sentirse sinceramente compungido.

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Como doble y penúltima pregunta ¿De qué actividad, obra, resultado o dedicación se siente más satisfecho? Y al mismo tiempo, ¿de cuál siente que no ha logrado aquello que quería alcanzar?

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Son sentimientos que no siempre andan disociados. En el momento en el que publico algo de cierta entidad, de eso mismo suelo sentirme a un tiempo satisfecho e insatisfecho. Por referirme a los tres libros que habrían debido quizás constituir mi opera omnia y punto, Mayorazgo, Antidora y El Orden de los Poderes… En el primero, al ultimarlo, creo que tenía menos conciencia de mis limitaciones. Además tanto Tomás y Valiente como Ramón Carande, quienes habían sido miembros del tribunal ante el que lo presenté como tesis doctoral, me animaron a que lo publicara tal y cual estaba, sin cambiar ni una coma, como se hubiera quedado redondo. Carande, jubilado ya por entonces pero bien capaz, estuvo entre los fundadores del octogenario Anuario de Historia del Derecho Español, la revista que no pierde su importancia histórica porque ahora la tengan bastante hundida. Así que, para infundirme ánimos, aquello fue estupendo, sobre todo como defensa frente al ataque de Alfonso García Gallo en el mismo tribunal, quien luego me entregó por escrito los cambios que esperaba en la tesis bajo la condición explícita de que, en otro caso, me despidiese de acceder a plaza ninguna de Historia del Derecho. Lo que exigía era un destrozo de la tesis por supuesto. Tenía ese poder de dictadura y lo ejercía. Ismael Sánchez Bella, en plan miserable de escudero y acólito, me reiteró el mensaje de “don Alfonso” al poco tiempo en forma más brutal: “Desengáñese, Clavero. Entérese de una vez que aquí no hay sitio para rojos. Váyase a historia económica, que eso es un nido”. Rojo quería ser un insulto y constituía en todo caso todavía una amenaza en los estertores de la dictadura franquista. Otro compañero nuestro, Gonzalo Martínez Díez, echaba mano del mismo argumento en sus intentos de manipular por vía política y policial tribunales de oposiciones. Hasta a Claudio Sánchez Albornoz, otro de los fundadores del Anuario de Historia del Derecho Español, lo metieron en la operación a su vuelta del exilio: “Ahora que acaba de morir por fin el claudillo (así Claudio llamaba a Franco) no vamos a permitir que el marxismo se nos infiltre en la Historia del Derecho”. No se andaban con bromas. Menos mal que Tomás y Valiente ya entonces contrarrestaba. Cogido entre varios fuegos, llamado a capítulo por el mismísimo Sánchez Albornoz, Martínez Gijón se portó muy bien conmigo. No me retiró su apoyo por no compartir mis decisiones, todo lo contrario de lo que hizo miserablemente con él su propio maestro, García Gallo. Carande era memoria viva de tanta miseria. Sabía que este último había hecho suya, como botín de guerra, documentación que obraba en el Centro de Estudios Históricos para unos Monumenta Hispaniae Historica así, con el expolio, frustrados (se trataba del fuero de León, el concilio de Coyanza… y aquellas cosas). García Gallo realmente se apropió de más legados involuntarios de muertos y exiliados. De otro atraco suyo, el de toda una cátedra, me ocupo en el homenaje a Mariano Peset, buen compañero y mejor amigo desde aquellos tiempos difíciles. En fin, ya digo, de aquellos polvos, los lodazales que hoy nos enfangan, a algunos más que a otros desde luego, aunque hay también quien se hace coraza con el fango reseco. ¿Por dónde me ando? ¿A qué venía toda esta retahíla?

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Obras propias que satisfacen y que no satisfacen o que satisfacen más y satisfacen menos.

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Es verdad. Exacto. O lo que satisface y no satisface a un tiempo. Estaba con el Mayorazgo. Con él, entre que fue tesis y sería libro sin cambiar ni una coma del texto (sólo añadí un apéndice de debate historiográfico prácticamente), recibí una fuerte dosis de satisfacción inyectada, por si la mía propia no bastaba. Duró por fortuna poco. El amparo de Carande y Tomás y Valiente lo que no puede decirse es que me ayudara a apreciar unas deficiencias en mi trabajo, aunque esto vino a ocurrir bien pronto gracias a algo a lo que ya me he referido, la lectura de obras de Grossi como la Locatio ad Longum Tempus o también sus Ricerche sulle Obbligazioni Pecuniarie nel Diritto Comune. Y su conocimiento personal por supuesto. Con toda la atención que le había prestado a la doctrina jurídica ya en el Mayorazgo, vi que era insuficiente. Tenía que haber estructurado el trabajo de otra manera, del modo como luego hice con Antidora, convirtiendo a la doctrina en guía al modo antropológico que decíamos antes. En su edición ampliada, la del Mayorazgo, incluí un apéndice en dicha línea de un radio además no sólo castellano, sino europeo, lo que tenía ya trabajado gracias a mi participación, entre una y otra versión, en el grupo de investigación sobre derecho de sucesiones de los Comparative Studies in Continental and Anglo-American Legal History que dirigieran Helmut Coing y Knut Wolfgang Nörr.

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Respecto a la propia Antidora, con todo lo satisfecho que me dejó tras un trabajo de una década, digo incluso por escrito, en el mismo libro, que lo considero un empeño frustrado (feliz estoy por supuesto de que hay quien no lo entendiera así, como Marcel Hénaff en su extenso comentario de los Archives Européens de Sociologie; la sección entera que le dedicaron en los Annales era más crítica; no recuerdo ahora fechas, pero ninguno fue cercano a la aparición de Antidora, pues ambos casos respondieron a la traducción francesa). Las limitaciones no se me habían escapado. Había querido hacer toda una antropología jurídica de la Europa católica de la edad maldicha moderna, entre el XVI y el XVIII, y me había quedado en un sólo capítulo que resultaba bastante significativo de todo aquel conjunto, pero que siempre deja la sospecha de que resulte insuficiente o al menos problemático para cobertura tan ancha. Con El Orden de los Poderes ocurre lo propio y soy plenamente consciente. Pretendo mostrar una perspectiva suficientemente contrastada de historia constitucional comparada, no sólo entre Estados sino también entre Pueblos como ya he dicho, y llegan momentos en que solicito expresamente, en la propia exposición, la contribución del lector o lectora para que supla mi ignorancia, de encontrarse en condiciones, respecto a algún asunto no siempre lateral o de algún espacio geográfico o cultural al que no alcanzan mis conocimientos. Pues aquí está la constancia de que satisfacción e insatisfacción no tienen por qué ser sentimientos incompatibles y reñidos.

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La insatisfacción es una buena espoleta. Suele ser lo que me conduce en la prosecución de un proyecto personal de investigación dentro del que comparto con el grupo de investigación al que he hecho más de una referencia y al que pertenecéis vosotros mismos, Fernando y Alejandro. Tras El Orden de los Poderes voy a ocuparme de Historia del Derecho Internacional porque ahí he tenido que improvisar y quiero pisar terreno más firme. Trabajándolo comprobé algo que al fin y al cabo ya conocía porque lo vengo experimentando de tiempo. Si la Historia del Derecho del Trabajo en manos de laboralistas, si la Historia del Derecho Constitucional en las de constitucionalistas, si la Historia del Derecho Administrativo en las de administrativistas, si la Historia del Derecho Civil a las de los civilistas, si la Historia del Derecho Mercantil en las de mercantilistas, si la Historia del Derecho Penal en las de penalistas, si la Historia del Derecho Procesal en las de procesalistas, si la Historia del Derecho Canónico en las de canonistas (perdón, de especialistas de Derecho Eclesiástico del Estado), si todas estas Historias del Derecho (¿me olvido de alguna?) suelen resultar un alarde de ficción y anacronismo, peor todavía, si es que cabe, es el resultado de venir dejando confiada la Historia del Derecho Internacional en manos de internacionalistas. Para ella por ejemplo el Congreso de Viena es un hito donde los haya. Pues bien, a tal evento he de dedicarle un capítulo en El Orden de los Poderes dado que en la Viena de 1814 efectivamente se produjeron, pero no por un congreso, acuerdos interesantes a un incipiente orden constitucional europeo. La sorpresa que me llevo es esa de comprobar que, pese a toda la historiografía internacionalista, el Congreso de Viena como tal nunca existió. En el libro lo explico sin poder extenderme en ello también porque mis conocimientos no llegan de momento a mucho más que a dicha comprobación de inexistencia.

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Ahí está la espoleta que se activa por la insatisfacción. Ahora voy a ocuparme de cuestiones de Historia del Derecho Internacional como la dicha del genocidio. Si hablamos de insatisfacción, ahí está la que hoy siento ante una voz que escribí hace una década larga para una enciclopedia italiana, que también se publicó como librito exento (Diritto della Società Internazionale) y que nunca apareció en castellano, ni aparecerá. Sé que este manualito tuvo una buena acogida y que puede resultar todavía útil (el original inédito aún lo utilizo para clases a falta de la historia que necesitamos), pero hoy lo encuentro completamente prematuro. Más satisfecho me he quedado, ¿por qué no añadirlo?, con mi trabajo reciente sobre el derecho internacional consuetudinario del trabajo, el que titulo Bioko, esto es, la isla colonialmente conocida como Fernando Poo, pues en ella, en el derecho de España para ella, es donde me concentro. Me deja también un buen poso de insatisfacción ante la propia limitación de mis conocimientos frente una la historiografía que parece especializada y ni huele los asuntos. Ahí compruebo por ejemplo que los tribunales internacionales son muy anteriores a nuestros tiempos, a los tiempos en los que la Historia del Derecho Internacional los ubica como novedad. Claro que no lo eran de derechos humanos, sino todo lo contrario, lo contrario realmente incluso cuando pretendían otra cosa como la de estar abanderando la abolición del tráfico de la esclavitud y la esclavitud misma. El derecho internacional consuetudinario del trabajo era por supuesto el de raíz esclavista. Lo era incluso cuando se intentaba a aparentar que la esclavitud era agua pasada.

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De momento, por ahora, el genocidio es el segundo trabajo de Historia del Derecho Internacional, si contamos Bioko, que abordo en plan monográfico. Espero que no sea el último, pues me propongo proseguir por dicha línea. Cuando acudo a obras de internacionalistas que se extienden a la historia y veo lo que escriben sobre cosas que no existieron, como el Congreso de Viena, o que debieran de existir y no lo hicieron, como la prevención y sanción del delito de genocidio durante varias décadas tras la Convención de Naciones Unidas, se le caen a uno los palos del sombrajo. Y le dan a uno ganas, muchísimas ganas, de adentrarse en la investigación de estos temas. Es experiencia que ya no me coge de nuevas por supuesto. A estas alturas ya ando curado de espantos y vacunado contra espantajos. Lo mismo experimenté en su día, por ejemplo, con la Historia del Derecho del Trabajo cuando leía la que se hace por iuslaboralistas. Con alguna excepción me encontré por supuesto. O lo propio estoy ahora experimentando cuando preparo una asignatura de Historia Judicial que se estrena este curso en mi Facultad, en Sevilla, y me encuentro con lo que escriben procesalistas y constitucionalistas, con las excepciones siempre debidas. Es lo que hay.

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Finalmente quería preguntarle sobre sus proyectos para el futuro. Su última respuesta, en gran medida, contesta esta pregunta, pero ¿quiere añadir algo en este sentido?

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Seguiré con cosas de este tipo, también porque tengo prueba continua de la necesidad que hay de esa Historia del Derecho Internacional absolutamente por hacer. Por ejemplo, el autor prácticamente material de la Convención sobre Genocidio en 1948, quien había comenzado por acuñar ese mismo término de etimología tan disparatada como es genocidio, fue un jurista judío-polaco, Rafal Lemkin, que con la guerra emigra a Estados Unidos y que pasa a ser asesor del gobierno estadounidense, una persona que luego de la Convención se dedicó a promover su ratificación por los Estados y también a promocionarse para el premio Nóbel de la Paz que nunca obtuvo. A este efecto se inventó una autobiografía como apóstol de una cruzada contra el genocidio desde su edad más tierna que, pese a lo inverosímil, ha hecho historia, quiero decir que se ha convertido en la narración por la Historia del Derecho Internacional fantaseada también por internacionalistas cuando alcanzan a este asunto. En este último mes de mayo llego a Naciones Unidas para ir entrando en contacto con las responsabilidades que ahora asumo en materia de derechos indígenas y me encuentro en el lobby con una exposición sobre genocidio cuyo primer panel cuenta la historia de dicho jurista en la versión canónica con todo su arrastre de ficciones. El personaje merece un respeto por lo que realmente hizo, un respeto que lo primero que exigiría es liberar de imaginación suya su propia historia. Incluso en cuanto algo anecdótico, esto es buen síntoma del vacío de la Historia del Derecho Internacional que no está ni para depurar cosas tan fáciles de verificar. La historia de la tipificación del genocidio arranca en Madrid, en 1933, con un congreso presidido por Jiménez de Asúa que le costó a la República española, al contribuyente español, sesenta mil pesetas de las de entonces. Lemkin no pudo acudir, pues se lo impidió el gobierno polaco, pero envió unas páginas a las que Jiménez de Asúa fue el primero en no prestarles ni mucha ni poca atención...

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Lo dicho, en esto ando, con el genocidio, y tal vez prosiga, más allá del genocidio. ¿Es todo ya por hoy con esta última pregunta? Muchas gracias a Fernando, a Alejando y por supuesto a quienes nos lean (me despido de la grabadora que tan dignamente, aunque sea una verdadera antigualla, os representa a todos y todas). ¿Apagamos?

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Beitrag vom 10. März 2008
© 2008 fhi
ISSN: 1860-5605
Erstveröffentlichung
10. März 2008